domingo, 22 de febrero de 2009

Tábula rasa




En recientes fechas y a raíz de la polémica inauguración del MUAC, se ha desatado un embate que pretende ser, ante todo, intelectual, pero que tan sólo refleja la pobreza cultural de nuestra sociedad. Más allá de la discusión tras bambalinas en los pasillos del resto de los museos que la UNAM cobija y que vieron en este nuevo proyecto el desahucio presupuestal que bien podría haber sido repartido entre el Chopo, la Casa del Lago, Universum, el Museo de la Luz y otros; más allá de la mordaz aunque siempre endeble crítica de un sector que se dice "especializado" y que no es más que la rapiña periodística de medios masivos que detentan su "carácter crítico" y que vieron en los números financieros y patrocinios detrás del proyecto museal un juego añejo, molesto y siempre efectivo en aquellos que gozan al leer cifras y poderes comprometidos para con la que se precia de ser nuestra máxima casa de estudios; más allá de si el espíritu creativo de Teodoro González de León se ha visto disminuido, si copió o no la carcaza de un museo japonés, si el bestial edificio rompe de manera abrupta, o bien, se inscribe dentro del modelo arquitectónico proyectado y armado por Pani, del Moral, O´Gorman y García Ramos, entre otros (y a todos los puntos anteriores, habría que sumar esta cruda guerra subterránea que el poder neoliberal mantiene con la UNAM hace varias décadas), yo festejo la articulación de semejante proyecto.

Me precio todavía de no perder la fe cuando una universidad, con los problemas bestiales que todos conocemos, es capaz de erigir, bajo la dirección de una mujer por demás experimentada en la historia museística y de la gestión cultural reciente en México, un museo que, además de ser escandalosamente contemporáneo es, además, universitario. Si la UNAM, representada por De la Fuente, gestor del proyecto en sus inicios de la mano de Graciela de la Torre, debió de emprender la estrategia de manera distinta, podría ser el tema de otra entrada. Lo único que acotaré al respecto es que sólo alguien como De la Torre podría haber sido capaz de procurar los fondos necesarios dentro de los intrincados estatutos legales de la UNAM en un tiempo que, aunque fue numerosas veces postergado, se antoja milagroso. Y aquí, recuerdo el número de años que el departamento legal se tardó en revisar un acuerdo celebrado con Hewlett Packard tan sólo para insertar un equipo abierto al público en Universum, patrocinado por la anterior firma: más de ocho años para dos metros cuadrados.

Independientemente de las aristas ya citadas, este amplio sector de detractores obtuvo en Cantos Cívicos, la pieza de Miguel Ventura, la cereza del pastel. Una pieza que, en mi muy particular punto de vista, no destaca dentro del promontorio actual de obras provocadoras de las buenas conciencias -coincido con una opinión reciente al respecto: "esta pieza no es más que una versión extra light de cualquiera de las obras de Thomas Hirschhorn"-; una pieza que, para quienes conocen la obra de Ventura, tan sólo se suma al común de las obras creadas por él mismo, iconográfica, formal y discursivamente hablando. El día que asistí a conocerla, me pareció interesante, puedo decir que hasta me divirtió, pero no me percaté de las omisiones que tanto han servido a los detractores y que se relacionan con el Holocausto judío o ciertas prácticas antisemitas; tampoco sentí resquemor en quienes como yo, se sumaban a explorar las entrañas de este laberinto multiforme. (Salí devastada, eso sí, de la pieza de Hirschhorn en el Museo Tamayo, al tiempo que me pareció inmejorable por su resolución. La sensación y las reflexiones que de esa experiencia se desprendieron, duraron los mismos días -más de cuatro, al menos- que lo que me duró el trauma luego de ver el remake norteamericano de Funny Games de Michael Haneke en una pequeña sala de cine habilitada para la prensa).

Ahora tan sólo elucubro lo que estos supuestos intelectuales y "periodistas especializados" opinarán del pabellón mexicano y la obra de Teresa Margolles en la futura edición de la Bienal de Venecia. Pero no, supongo que muchos de ellos ni la conocen como tampoco saben del antaño colectivo SEMEFO al que la artista pertenecía. Ellos que se precian de saber tanto de letras y artes contemporáneas como de política -y me refiero concretamente a las desafortunadas plumas de Enrique Krauze, Soledad Loaeza, Leo Zuckerman, Isabel Turrent y otros supuestos periodistas de mucha menor ralea que ni vale la pena mencionar-, en su vida habían oído mencionar el nombre "Miguel Ventura" durante sus comidas de negocios, en sus escritorios, en sus juntas de redacción. El nombre de un artista con una amplia, amplísima trayectoria dentro del arte contemporáneo no sólo a nivel nacional, con un estilo por demás fácil de identificar y una retórica presente tanto en Cantos cívicos como en el corpus general de su obra, misma que plantea sus inquietudes particulares respecto a los estereotipos de la cultura global y las parodias que de ellos hace, como también de la hegemonía social tradicional de este lado del mundo; hegemonía que se disuelve por segundos pero cuyo disfraz delira aún y se vuelve fácilmente identificable en eventos católicos en torno a los más altos valores familiares, organizados por los altos jerarcas de la iglesia e inaugurados por el más alto jerarca del estado.

Vuelvo a la Bienal de Venecia. Difícilmente creo que Krauze o Loaeza o Turrent destinarán, de menos, un párrafo para desarmar lo que muchos consideran feo, vago, insidioso. Algo que está tan lejos del culto al arte dieciochesco (decir decimonónico sería muy avant-garde para ellos) tan lleno de virtuosismo y artificio: el mismo artificio que enmarca sus vidas en una burbuja que es, por supuesto, ajena a las muertas de Juárez, los vendedores ambulantes y los campesinos muertos de hambre al interior del país. Ellos quisieran ver en el Centro Histórico, el downtown a la Manhattan que Slim nos prepara hace años, cuanto antes. El subempleo y la explotación son cuestiones menores pues, como a Calderón, no les imputa responsabilidad social ni cívica alguna. Con que se viera limpio ya estarían felices, sus buenas conciencias descansarían.

¿Por qué les afectó tanto la obra de Ventura? Porque ellos sí nos recuerdan el Holocausto en sus textos pero no levantan su indignación ante el genocidio palestino. Representan a los descendientes que, pese a ser los sobrevivientes de un momento histórico deplorable, padecen de amnesia histórica y ahora ostentan altos cargos en las empresas e instituciones que día con día, nos hacen más pobres y más ignorantes. Forman parte de la desgraciada camarilla encargada de desviar los ojos y oídos de una sociedad por demás apática y réproba a discusiones que, a mi gusto, no tienen la mayor trascendencia y se alejan de los problemas reales por los que habría que tomar partido aquí, frente a nuestras narices. Bien dice Ventura: "Mientras en Copenhague o en Estocolmo se hacen exposiciones minimalistas maravillosas, en Irak están cortando cabezas. Eso es perversión, yo no." Dicha camarilla todavía pretende orientar, con sus probadas medidas patriarcales, a los directivos del MUAC respecto a si la pieza genera lagunas históricas en quienes la vean y desconozcan los episodios de la historia mundial a los que "Cantos cívicos" hace referencia.

Para finalizar, me sorprendió, por fortuna, que Teresa del Conde hablara en términos muy claros, sin la pasión trasnochada de los ya citados, sobre la pieza de Ventura mientras que Raquel Tibol nos vuelve a comprobar que es una de las mejores críticas... del Muralismo Mexicano. Lo que es deleznable es esta campaña en contra de las múltiples facetas del arte contemporáneo por feo, por contestatario. En una carta que envié hace algunos meses al suplemento cultural del periódico Milenio, hacía ver mi preocupación respecto a la clase de periodistas que opinan a destajo y que luego son leídos por el posible público de esos museos. La carta, por supuesto, jamás fue publicada, como tampoco lo fueron todos los comentarios bien pensados que muchos enviaron al blog de la redacción de Letras Libres en contra de Krauze y sus huestes.

No cabe más que recordar a Maquiavelo, a Montesquieu, a muchos otros que, de seguro, son sus autores capitales, están en su buró para ser consultados como suerte de oráculos. Puede ser que no nos demos cuenta pero se trata de un desmantelamiento procaz, premeditado, constante y certero de todo aquello que no cabe dentro de una "buena sociedad". Y, sin embargo, el escándalo ocurre ante una pieza que no llamaría menor pero sí común. Y he ahí lo triste: somos una sociedad que no alcanza siquiera a articular una crítica de altura, nos seguimos rompiendo las vestiduras por nada; seguimos siendo aquella que, hace más de una década, irrumpía en el MAM para boicotear la inauguración de una exposición compuesta por Vírgenes de Guadalupe con rostros en forma de balones de futbol.

viernes, 13 de febrero de 2009

Tomás de las Maravillas




A Franky.

Ayer mientras manejaba me acordé del siguiente escrito, el cual escribí hace poco más de tres años. En aquel entonces, la vida me vapuleaba, eso sentía yo hasta que pude quedarme en silencio y escuchar que, detrás del miedo, se encontraba la gran oportunidad de ser quien yo quería ser. Ayer también, alguien me lo volvió a recordar y por eso le dedico el siguiente relato escrito hace poco más de tres años desde el corazón.

Gracias F.

TOMÁS DE LAS MARAVILLAS

El embarazo trajo alas a la cabeza de mi madre. Cuando llevaba 7 meses de ingravidez con mi hermano mayor, mi abuela materna la llevó un domingo a encomendar el fruto de su vientre a la mismísima Basílica de Guadalupe. Mi madre, presa del fervor multitudinario, el olor a incienso y la comezón en el vientre turgente, con todo y que no se consideraba a sí misma, originalmente guadalupana, contectóse a la madre de todos los mexicanos y repitió una vez más el rito nacional por medio del cual unió a mi hermano con todas las generaciones predecesoras, atascadas de hombres y mujeres felices y tristes, mártires y cínicos, sufridores, tequileros, sumisos, libertinos, mariachis y culpígenos mexicanos. En resumen, prometió que si mi hermano nacía con bien, llevaría su nombre. Fue así como mi hermano mayor fue sumergido en la pila bautismal, con el nombre de Guido Guadalupe. Hasta ese momento, mis padres no habían reparado en que el primer nombre de origen teutón, significaba ¨líder¨. Lo encontraron meses después de desvelos, embelesos, pañales y arrullos interminables, en un diccionario de nombres propios. Fue así como a mi padre se le ocurrió también inaugurar el discurso bautismal de su primer hijo, de pie, frente a todos los invitados a la celebración, con la frase categórica: Guido, de quien algún día deseamos se convierta en un líder…un guerrero del amor. Cosa extraña: ¿casualidad quizás, que se juntaran en él, la noción de líder con el nombre, ahora suyo también, de la guía espiritual de todo un país?

En los nombres, diría Jodorowski, no existen las casualidades. Ejemplos de ello en mi familia son varios: Una de mis bisabuelas paternas se llama Esperanza Amelia. Una de mis bisabuelas maternas, viviendo del otro lado del casco terráqueo, fue bautizada en épocas simultáneas, también con el nombre de Amelia. Va otro: Mi abuela materna es chilena y se llama María Angélica. Una tía política de mi padre tuvo a bien, casarse con el tío sanguíneo de mi padre durante una misión diplomática en Santiago de Chile. Fortuito quizá, que fuera chilena y se llamara también, María Angélica. Va un tercero: Mi abuela paterna se llama Eleonora. A mi madre, mi abuelo estuvo a nada de llamarla así, de la misma manera: Eleonora. Pero por común acuerdo con mi abuela materna, la llamaron María Paz. Dice mi madre que en su nombre lleva la paz que le falta. No por nada, de pequeña, el resto de los locatarios del centro comercial donde mis abuelos tuvieron su primera librería, la llamaban María Terremoto…la imagino revoloteando como un torbellino, unas veces rosa, otras veces de mil colores que cambiaban en formas pixeleadas y caleidoscópicas, cruzar el umbral de las puertas de boutiques y cafeterías, ultramarinos y bancos, con la misma facilidad con la que lo hace Guido ahora, más de 30 años después…mi guía y hermano mayor.

Casualidades en los nombres y en la procedencia de las familias que se unieron para darnos vida a nosotros. Un día, mis padres cayeron en la cuenta de que nombraban a los orines humanos de la misma forma. No le decían pipí. Decían pichí. Mi madre rió sorprendida ¿Cómo es que le dices así si eso sólo lo saben los chilenos? Fue así como, adentrándose en los supuestos orígenes de la saga familiar, dieron con los huesos de ancestros paternos que descansan en el nódulo de parte de mi familia paterna: Ometepec Guerrero, ruta de paso rumbo a la fiebre del oro hacia California, donde muchos sureños, entre ellos varios chilenos, hicieron una parada supuestamente intermitente en esas tierras que luego cimbraron con ritmos y bailes nostálgicos que recuerdan a la Cueca pero que en la Costa Chica, los llaman ¨Chilenas¨, en honor a sus importadores. Va el último: Zapata es uno de los apellidos de la familia de mi padre. ¨ Nada tan chileno como un apellido Zapata ¨, exclamó mi abuela chilena al oírlo mentar por primera vez.

A mí me fue mejor con la repartición de nombres. El mío es más poético. Yo me llamo Tomás de las Maravillas con todo y que a mis padres se les olvidó recordarle al padre Carlos, repitiera en la pila bautismal, de la misma manera que lo hiciera dos años atrás, con el nombre de mi hermano Guido Guadalupe. Mi madre volvió a repetir la misma fórmula, esta vez en Puebla, con el vientre hinchado de nuevo y un niño a cuestas: mi hermano. En aquella ocasión, iba toda la familia, como todos los años, en procesión panatenaica, a comprar dulces poblanos a Sta. Clara y llevar a las más viejas de la familia: dos chochas nonagenarias, mi bisabuela Esperanza Amelia y mi tía bisabuela Carmen, a que visitaran al Milagroso Señor de las Maravillas. Mi madre, quizás no tan emocionada como la primera vez en que decidió invocar a los espíritus protectores en medio de una multitud cosmopolita; más movida que conmovida, por el celo de una tradición que ella misma había decidido iniciar; más consciente también, de los mitos que envuelven a la maternidad; tocada en esta ocasión por los apuros económicos, las ojeras y la realidad, que distaban mucho de las primeras tertulias psicoprofilácticas y los ejercicios visuales de ese primer embarazo donde se veía ella, enseñándole a sus hijos, los nombres de las estrellas, los colores jaspeados del horizonte y la lluvia matinal. En esta segunda ocasión mi madre ya sabía lo que era ser madre. Lo que se sentía en ocasiones, cuando se está más enamorada de un hijo que del hombre que se lo hizo y lo triste que era acostarlo, lamentándose de que faltaran tantas horas para verlo amanecer. Pero a la vez, lo corta que se le antojaba su libertad, la cantidad de metal que oía correr, como en los spots de la Lotería Nacional cuando el niño disfrazado de botones, le da la vuelta a la rueda. Y oír cómo esas monedas corrían y corrían en marejadas interminables, puertas afuera de nuestra casa. Decidir dejar el trabajo para quedarse con los hijos pero no tener dinero para comprar un helado en el parque. Tener el coche estacionado afuera porque faltaban escasos días para la quincena, y la gasolina. Tener que fingir demencia o temprana senilidad postparto ante los avisos de la educadora pues a mi hermano, hacía semanas que los zapatos le apretaban… Ir cada 15 días al pediatra. Y sin embargo, el milagro de la vida decidió repetirse. Mi madre fue tan valiente como para con todo y avisorar unos pocos años de premuras, pedirle a mi padre la embarazara de nuevo, ¨justo para que se llevaran dos años exactos¨. Mi hermano y yo nacimos en el mismo mes con dos años y días de diferencia. Fue mera cuestión de cálculo biológico. Mi madre supo sentir el día exacto de ovulación y ese día sucedió. 41 semanas después nací yo: Tomás de las Maravillas. En mi nombre no llevo quizás la fuerza de las hazañas futuras que de mi hermano esperan: ahora luchas con dragones, con enemigos imaginarios, mañana quizás combatir en nombre de una causa… ser el guía. En mí, como mi nombre lo dice, se volvió a repetir la maravilla del milagro; el milagro de la vida que es más fuerte que cualquiera; que cualquier súplica, que cualquier imprecación; que cantidad de legajos tumultuosos acumulados para dar fe a los milagros de tal o cual beato o santo y que son enviados a la Curia Romana para su validación. En mí, se repitió el milagro más grande del hombre.

¿Mi madre? Sigue con las alas puestas en la cabeza y en los ojos, en el corazón y en el alma. A veces no la vemos tanto como quisiéramos pero pasa y nos deja polvo plateado en las manos. Atrás quedaron los años de renuncia y pesares. Ahora es otra nuevecita. La misma pero nuevecita. Le vibran los ojos, le tiemblan de intensidad las manos y entre ella y nosotros pasan constelaciones iridiscentes. Las mismas que prometió nombrarnos cuando nos llevaba en su vientre. Ahora las nombra en silencio, para ella y para nosotros, susurrando quedito, en un lenguaje críptico que sólo ella, yo y mi hermano sabemos descifrar. Mi madre vuela. Se posa de pronto entre los dos, no siempre el tiempo que nosotros quisiéramos pero algún día nosotros volaremos igual y ella no quiere esperarnos desde ahora como toda una lista generacional de mujeres con sueños derribados. La escucho con su risa cantarina, su risa que se vuelve niña. Regresa la María Terremoto, se descubre a sí misma y no olvida quién ha sido desde siempre. Una amiga suya le decía hace tiempo: ¨La gente no cambia, tan sólo se encuera¨. Es ahora mi madre la que se quita los trajes de madre abnegada, de hija responsable, de mujer culpable. A ratos, la asaltan y la quieren volver a tener presa del disfraz. Pero ya no. Mi madre decidió quemarlos y volverlos ceniza.